MUCHAS GRACIAS A TODOS LOS QUE AYUDARON!

COMO CIUDADANO PERUANO, EMBARGADO DE LA PESADUMBRE DE VER A MIS COMPATRIOTAS DEL SUR, ES REVITALIZANTE VER LA BONDAD DEL CORAZÓN HUMANO, EXPRESADO EN LA NOBLE AYUDA SOLIDARIA DE MUCHOS PAISES A LAS CIUDADES DEVASTADAS POR EL TERREMOTO, A TODOS USTEDES : MUCHAS GRACIAS Y QUE DIOS QUE ESTA EN LO ALTO LOS SIGA BENDICIENDO!
AHORA LA VIDA CONTINUA, Y ES MOMENTO DE APROVECHAR LA CRISIS PARA UN CAMBIO, UN CAMBIO QUE SIGNIFIQUE UN NUEVO NORTE PARA EL PERÚ Y EL MUNDO, COMO DIRIA EL GRAN PRESIDENTE DE MEXICO JOSÉ LOPEZ PORTILLO: "ES HORA DE ESCUCHAR LAS SABIAS PALABRAS DE LYNDON LAROUCHE" Y ASI EN ESTE MOMENTO EN QUE ES INMINENTE EL CRAC FINANCIERO ES HORA DE REORGANIZAR EL SISTEMA FINANCIERO EN SU CONJUNTO POR BANCARROTA Y ASI DAR PASO A NUEVAS INSTITUCIONES FINANCIERAS DONDE SEAN LOS ESTADOS NACIONALES SOBERANOS LOS QUE FIJEN LAS NORMAS Y CREDITOS Y UTILICEN REALMENTE EL CREDITO EN OBRAS DE INFRAESTRUCTURA Y SISTEMAS EFICIENTES DE SALUD Y EDUCACIÓN, ES HORA DE SALVAR AL AFRICA, ES HORA DE UTILIZAR SISTEMAS AVANZADOS DE PRODUCCION Y ENERGIA , COMO LA ENERGIA NUCLEAR, TODO ESTO, ESTE NUEVO MUNDO DE DESARROLLO Y PROGRESO SERA POSIBLE CUANDO LAS NACIONES HAGAN USO DE SU SOBERANIA Y NOS REENCAUZEMOS EN NUESTRO GENUINO DEVENIR ,EL DE "HENCHID LA TIERRA Y SOJUZGADLA" , UNAMONOS A LYNDON LAROUCHE EN UN "PUENTE HACIA EL FUTURO" Y DEVOLVAMOS LA DECENCIA Y EL DESARROLLO A NUESTRAS NACIONES.
ATTE
DINO GAVANCHO


P.D
40 naciones presentes en la conferencia del Instituto Schiller: "El Puente Terrestre Euroasiático es una realidad".
http://www.larouchepac.com/news/2007/09/17/40-naciones-presentes-en-la-conferencia-del-instituto-schill.html
---------------------------------------------------------------



---------------------------------------------------------------

Dirección de Oficina del Movimiento Larouchista en el Perú.

PERÚ, Lima:
Avenida Canevaro 1591, Lince, Lima, Perú
Tel.: 471-2661

lima@wlym.com

sábado, 30 de junio de 2007

SISTEMA NACIONAL DE ECONOMÍA POLÍTICA (FRAGMENTO) DEL ECONOMISTA ALEMÁN FEDERICO LIST

A continuación un fragmento del libro Sistema Nacional de Economía Política del Economista Alemán Federico List, donde prueba el fracaso
de la politicas librecambistas, así como el abismo de diferencia entre el sistema americano y el libre cambio de Smith.
Es transcrito de la pagina web http://comiteslaborales.blogspot.com

ACCESO AL ARTICULO EN LA PAGINA DE LOS COMITES LABORALES DE NUEVO LEÓN


*****************************************************

Economía Nacional
Federico List
Sistema Nacional de Economía Política.
Fondo de Cultura Económica, México, 1942.
pp. 31-49

Introducción
En ninguna rama de la economía política domina tan gran diversidad de opiniones
entre teóricos y prácticos como respecto al comercio internacional y la política
mercantil. A la vez, no existe cuestión alguna en el sector de esta ciencia que
posea una importancia tan alta en orden al bienestar y a la civilización de las
naciones, como respecto a su independencia, poderío y estabilidad. Países
pobres, impotentes y bárbaros han logrado convertirse, gracias a una sabia
política comercial, en imperios rebosantes de riqueza y poderío, y otros, por
razones opuestas, han decaído de un elevado nivel de prestigio nacional a la
insignificancia absoluta; en efecto, hemos conocido ejemplos de naciones que han
perdido su independencia y hasta su existencia política, precisamente porque sus
sistemas comerciales no sirvieron al desarrollo y robustecimiento de su
nacionalidad.
Más que en cualquier otro tiempo, ha adquirido en nuestros días un interés
predominante la aludida cuestión, frente a otras de la Economía política. En
efecto, cuanto más rápidamente progresa el afán inventivo de la industria y el
espíritu de perfeccionamiento, el anhelo de la integración social y política,
tanto mayor es la distancia que existe entre las naciones estancadas y las
progresistas, y es tanto más peligroso quedarse atrás. Si en otros tiempos
fueron precisos para monopolizar la fabricación de la lana, el sector
manufacturero más importante de pasadas épocas, bastaron algunos decenios para
lograr el monopolio de la manufactura del algodón, sector no menos importante, y
en nuestros días bastó una ventaja de pocos años para colocar la Gran Bretaña en
situación de atraer hacía sí la industria linera del Continente europeo.
En ningún otro tiempo ha visto el mundo tampoco una supremacía manufacturera y
mercantil que dotada con energía inmensas como la de nuestro días, aplicase un
sistema tan consecuente y poderoso, con tendencia a monopolizar todas las
industrias manufactureras, todos los grandes negocios mercantiles, toda la
navegación, todas las colonias importantes, todo el dominio de los mares, y a
hacer vasallos suyos a todas las naciones, como los indios, en el orden
manufacturero y comercial.
Alarmada por los efectos de esta política, más bien obligada por las
convulsiones a que dio lugar, vimos en tiempos recientes una nación continental
-la rusa-, poco apta por su cultura para la industria manufacturera, buscar su
salvación en el sistema prohibitivo tan censurado por la teoría. Y ¿cuál fue el
resultado? La prosperidad nacional.
Instigado por las promesas de la teoría. América del Norte se dejó seducir, y
abrió sus puertos a las mercancías inglesas. ¿Qué frutos reportó allí la libre
concurrencia? Convulsión y ruina,
Experiencias de esta especie suscita con razón la duda de si la teoría es tan
infalible como ella misma supone, o la práctica tan insensata como pretende la
teoría; despiertan también el temor de que nuestra nacionalidad corra en
definitiva peligro de fenecer por un error mental de la teoría, como aquel
paciente que por observar una receta sucumbe a un error; crean en nosotros la
sospecha de que esa teoría tan estimada se muestra tan henchida y solemne para
ocultar hombres y armas como otro nuevo caballo de Troya, y hace que nuestros
propios muros de protección sean derribados con nuestras propias manos.
Una cosa puede afirmarse, y es que después de discutir desde hace más de medio
siglo la gran cuestión de la política comercial por todas las naciones, en
escritos y asambleas deliberantes, por las mentalidades más sagaces, el abismo
que existe desde Quesnay y Smith entre la teoría y la práctica no sólo no se ha
cerrado sino que cada año está más abierto.
¿Que valor puede tener para nosotros una ciencia cuando se ilumina el camino que
la práctica ha de recorrer? ¿Sería razonable admitir que la razón de uno es tan
infinitamente grande que puede reconocer la naturaleza de todas las cosas, y, en
cambio, la razón de otro tan infinitamente pequeña que incapaz, de comprender
las verdades descubiertas y esclarecidas por aquél, puede considerar como
verdades errores manifiestos, a través de generaciones enteras? ¿No sería más
prudente admitir que los hombres prácticos, aunque por regla general propenden a
mantenerse en el terreno de los datos, no se opondrían tan larga y tenazmente a
la teoría, si ésta no contradijera la naturaleza de las cosas?
La realidad nos autoriza para asegurar que la culpa del antagonismo entre la
teoría y la práctica en la política mercantil corresponde tanto a los teóricos
como a los prácticos.
La economía política debe extraer de la práctica sus doctrinas relativas al
comercio internacional, y establecer sus reglas para las necesidades de la
actualidad y para la situación peculiarísima de cada nación, sin desconocer las
exigencias del futuro y de la humanidad entera. Así, debe apoyarse en la
Filosofía, en la Política y en la Historia.

Seguir Leyendo...


En interés del porvenir y de la humanidad entera, la Filosofía exige: afinidad
cada vez mayor de las naciones entre sí; evitar en los posible la guerra;
establecimiento y desarrollo del Derecho internacional; transición de lo que
ahora se llama Derecho internacional público al Derecho de federación entre
Estados; libertad del tráfico internacional, lo mismo en el orden espiritual que
en el material; finalmente, unificación de todas las naciones bajo la ley
jurídica, esto es: la unión universal.
En interés de cada nación especial exige, en cambio, la Política: garantías para
su independencia y continuidad; reglas especiales para el fomento de su progreso
en orden a la cultura, bienestar y potencialidad, y a la formación de sus
estamentos como un

cuerpo perfecto, en todas sus partes, armónicamente desarrollado, íntegro e
independiente.
Por su parte la Historia se manifiesta de modo innegable en pro de las
exigencias del futuro, enseñando en qué forma el bienestar material y espiritual
del hombre corre parejas, en todo tiempo, con la amplitud de su unificación
política y de su cohesión comercial. Reconoce también, sin embargo, las
exigencias de la actualidad y de la nacionalidad, enseñando cómo han parecido
las naciones que no han atendido preferentemente su propia cultura y
potencialidad; cómo el tráfico ilimitado con naciones más adelantadas ha sido
para un pueblo estimulante en los primeros estadios de su desarrollo, si bien
cada nación llega a un punto en que sólo mediante ciertas restricciones de su
tráfico internacional puede lograr un desarrollo más alto y una equiparación con
otras naciones más adelantadas. la Historia efectúa, así, un compromiso entre
las exigencias encontradas de la Filosofía y de la Política.
Sólo la práctica y la teoría de la Economía Política, tal como están
constituidas actualmente, adoptan un criterio unilateral: aquélla, en favor de
las exigencias especiales de la nacionalidad; ésta en pro de los requisitos
unilaterales del cosmopolitismo.
La práctica, o, en otras palabras, el llamado sistema mercantil, incurre en el
gran error de defender la utilidad y necesidad absolutas y generales de la
restricción, porque en ciertas naciones y en determinados período de su
desarrollo esas limitaciones fueron útiles y necesarias. No advierte que la
limitación es sólo un medio, pero el fin es la libertad. Atiende sólo a la
nación, nunca a la humanidad; sólo a la actualidad, nunca al futuro; así es
exclusivamente política nacional, pero le falta la perspectiva filosófica, la
tendencia cosmopolita.
La teoría dominante, tal como la atisbó Quesnay y la desarrolló Adam Smith,
recoge, por el contrario, de modo exclusivo, las exigencias cosmopolitas del
futuro, incluso las del futuro más lejano. La unión universal y la libertad
absoluta del comercio internacional que a la sazón no es sino una idea
cosmopolita, acaso sólo realizable con el transcurso de los siglos, es
considerada como algo susceptible de realización actual. Desconociendo las
exigencias de la actualidad y la naturaleza de la nacionalidad, ignora la
incluso la existencia de la nación, y a la vez, el principio que se propone
educar a la nación para la autonomía. Integramente cosmopolita atiende sólo a la
humanidad entera, al bienestar del género humano en su conjunto, nunca a la
nación y al bienestar nacional; aborrece la política y considera la experiencia
y la práctica como rutinas reprobables. Sólo respeta a la Historia en cuanto
corresponde a sus tendencias unilaterales, pero ignora o desfigura sus doctrinas
cuando están en contradicción con su sistema, y se ve obligada a negar los
efectos del Acta de Navegación inglesa, del tratado de Methuen y de la política
mercantil británica, formulando el siguiente lema que contradice a toda
veracidad: Inglaterra ha alcanzado su riqueza y poderío y a causa de su política
mercantil, sino a pesar de ella.
Advertida así la unilateralidad de ambos sistemas, no nos extrañará que la
práctica, a pesar de sus notorios errores, se niegue a dejarse reformar por la
teoría; también comprendemos por qué la teoría no quiere saber nada de la
Historia ni de la experiencia, ni de la Política y la nacionalidad. Esta teoría
inconsistente ha sido predicada en todas las callejas y desde todas las
tribunas, con ardor más destacado en aquellos países cuya existencia nacional
resultaba más amenazada por ella; he aquí la causa de la propensión dominante de
nuestra época hacia los experimentos filantrópicos y hacia la solución de los
problemas de la Filosofía.
Ahora bien, en la vida de las naciones como en la de los individuos existen
contra las ilusiones de la ideología dos vigorosos medicamentos: la experiencia
y la necesidad. Si no nos engañamos, todas aquellas naciones que en la presente
época practican un libre tráfico con la máxima potencia manufactura y mercantil,
como medio de salvación, hállanse a punto de realizar importantes experiencias.
Es sencillamente imposible que si continúan los Estados libres americanos con
sus prácticas mercantiles actuales logren introducir un orden apreciable en su
economía nacional. Es absolutamente necesario que retornen a sus aranceles
anteriores. Aunque los Estados esclavistas rechacen ese criterio, aunque el
partido dominante lo apoye, el poder de las circunstancias será más fuerte que
la política de partido. Tememos incluso que, tarde o temprano, los cañones
resuelvan la cuestión que fue para la legislación un nudo gordiano; América
tendrá que pagar su saldo a Inglaterra en pólvora y plomo; el sistema
prohibitivo de hecho, causado por la guerra, remediará los errores de la
legislación aduanera americana; la conquista del Canadá pondrá fin al grandioso
sistema de contrabando inglés profetiza por Huskisson.
!Ojalá nos equivoquemos! Pero si nuestra profecía llegara a realizarse, queremos
vindicar para la teoría del librecambio la paternidad de esa guerra. !Rara
ironía del destino! Que una teoría basada sobre la gran idea de la paz perpetua
venga a encender la guerra entre dos potencias que, como pretenden los teóricos,
han sido creadas para comerciar entre sí; cosa tan extraña como el efecto de la
filantrópica supresión del comercio de esclavos, a consecuencia de la cual miles
de negros fueron hundidos en las profundidades del mar.
En el transcurso de los últimos cincuenta años (más propiamente de los últimos
veinticinco, ya que apenas puede tomarse en consideración el período de la
revolución y de la guerra) Francia ha realizado un gran experimento con el
sistema de las restricciones, a pesar de los errores, secuelas y exageraciones
inherentes a él. Su éxito salta a la vista de cualquiera que no tenga
determinados prejuicios. Que la teoría discuta el hecho, es una consecuencia
natural del sistema. Si formula la tesis desesperada -y pretende hacerla crear
al mundo- de que Inglaterra se ha hecho rica y poderosa no por su política
mercantil sino a pesar de ella, ¿cómo dejaría de expresar esta otra pretensión,
mucho más fácil de probar, según la cual Francia, sin la protección de sus
manufacturas interiores, hubiera llegado a ser más rica de lo que lo es en la
actualidad? Esa tesis es considerada por muchos, que se tienen por bien
informados y prudentes, como moneda contante y sonante, aunque la combatan
prácticos muy perspicaces; en efecto, el anhelo de los beneficios que reporta un
libre tráfico con Inglaterra se halla actualmente en Francia muy difundido.
Tampoco puede discutirse apenas -y de ellos hablaremos más detalladamente en
otro lugar- que el tráfico recíproco entre ambas naciones debería fomentarse en
beneficio de ambas. Desde el punto de vista inglés se pretende colocar no sólo
materias primas sino, sobre todo, grandes cantidades de artículos fabricados de
uso general, contra productos franceses de carácter agrícola y suntuario.
Todavía no puede preverse hasta qué punto el gobierno y la legislación de
Francia propenderán a este criterio o llegarán a practicarlo. Pero si lo
hicieran con la amplitud que Inglaterra persigue, el mundo dispondría de un
nuevo ejemplo en pro o en contra de la gran cuestión: en qué medida, en las
circunstancias actuales, es posible y ventajoso que dos grandes naciones
manufactureras, una de las cuales se encuentra en la actualidad ventajosamente
situada con respecto de la otra en orden a los costos de producción y a la
expansión del mercado exterior con productos fabricados, pueden entrar en
competencia entre sí en sus propias mercados interiores, y qué resultados
derivarán de semejante situación de competencia.
En Alemania, las cuestiones citadas se han convertido en problemas prácticos
nacionales desde que fue instituida la Liga mercantil. Así como en Francia el
vino viene a constituir el cebo con el cual se pretende estimular a Inglaterra
para que suscriba un tratado de comercio, en Alemania ocurre lo mismo con los
cereales y con la madera. En este caso, sin embargo, no podemos hacer otra cosa
que formular una hipótesis, por que resulta imposible en la actualidad saber si
los tories entrarán en razón y harán al Gobierno, para facilitar la importación
de cereales y maderas alemanas, ciertas concesiones que pueden hacerse valer
contra la Liga. En efecto, en Alemania hemos llegado ya en materia de política
comercial a considerar ridículo, cuando no impertinente, todo intento de pagar
barras de oro y plata tangibles y concretas con rayos de luna y esperanzas. En
el supuesto de que semejantes concesiones fueran hechas por el Parlamento,
someterían indirectamente a discusión en Alemania las más importante cuestiones
de la política comercial. el informe más reciente del doctor Bowring constituye
para nosotros un atisbo de la táctica que Inglaterra desarrollaría en este caso
Inglaterra no consideraría esta concesión como un equivalente por las ventajas
preferentes que sigue poseyendo aún en el mercado manufacturero alemán; tampoco
como una limosna para impedir que Alemania aprenda a resolver por su cuenta el
problema del suministro de algodón hilado; que reciba las materias primas
necesarias para ello de las regiones tropicales, y las pague con productos de
sus propias manufactureras; ni como un medio tampoco de compensar la enorme
desproporción existente aún entre la importación y la exportación recíproca de
ambos países. No. Inglaterra considerará el derecho de abastecer a Alemania con
hilados de algodón como un jus quaesitum, y a cambio de cualquier otra concesión
exigirá un equivalente, el cual no consistirá en nada menos que en el sacrificio
de las manufacturas de algodón y lana, etc. Esas concesiones serán presentadas a
Alemania como un plato de lentejas a cambio de las cuales pretenderán arrancar
su derecho de primogenitura. El doctor Bowring no puede haberse engañado durante
su residencia en Alemania; no ha debido tomar -así lo presumimos- la cortesía
berlinesa por absoluta seriedad. Precisa transportarse realmente a aquellas
regiones donde se ha formado la política de la Liga mercantil alemana, siguiendo
todavía las rutas de la teoría cosmopolita: en ese ambiente no se establece aún
ninguna diferencia entre exportaciones de artículos manufacturados y
exportaciones de productos agrícolas; se cree posible fomentar los fines
nacionales ampliando esta última exportación a expensas de aquélla; no se ha
reconocido todavía como norma fundamental el principio de la educación
industrial de la nación; no se vacila en sacrificar a la competencia extranjera
ciertas industrias, tan adelantadas ya gracias a una protección de muchos años,
que la competencia interior ha rebajado considerablemente los precios (con ello
se pone substancialmente en peligro el espíritu de empresa alemán, puesto que
cada fábrica, arruinada al disminuir la protección o implantarse medidas de
gobierno, viene a ser como un cadáver colgado que contamina a gran distancia
todos los seres vivos). Como hemos advertido ya, estamos muy lejos de considerar
razonables esas seguridades, pero el hecho de que se hagan públicas y puedan
seguir siéndolo es bastante deplorable, puesto que con ello se asesta un
doloroso golpe a la confianza de que subsistirán en la industria la protección
arancelaria y, como consecuencia, el espíritu emprendedor de Alemania. El
mencionado informe nos permite inferir en qué forma se puede inocular un mortal
veneno a las manufacturas alemanas, de tal modo que la causa de esa ruina no
aparezca con claridad, y, sin embargo, penetre de modo certero hasta el origen
mismo de la vida. Los aranceles cuantitativos deben ser sustituidos por derechos
ad valorem, con lo cual se abrirá el camino de la defraudación y del comercio de
contrabando inglés, precisamente en los artículos de uso general, de valor
especial más reducido y de cuantía máxima; es decir, en aquellos artículos que
forman la base de la industria manufacturera.
Adviértase así la importancia práctica que actualmente reviste la gran cuestión
de la libertad internacional de comercio, y cuán necesario es que, por fin, se
investigue de una vez a fondo y sin perjuicios los errores cometidos a este
respecto por la teoría y por la práctica, resolviéndose de una vez para todas el
problema de la coincidencia entre ambas, o haciendo, por lo menos, ensayos para
lograrlo.
Verdaderamente el autor no expresa una afectada modestia, sino una profunda
desconfianza en sus propias energías, cuando asegura que, después de muchos años
de lucha contra sí mismo; de haber puesto cien veces en duda la exactitud de sus
opiniones; de haberlas visto confirmada otras tantas veces, y después de haber
probado y reconocido la inexactitud de la tesis adversa, ha llegado a la
conclusión de que era posible resolver este problema. El autor no siente la
vanidad de contradecir viejas autoridades y de fundar nuevas teorías. Si fuese
inglés, difícilmente hubiera puesto en duda el principio fundamental de la
teoría de Adam Smith. Fueron las condiciones de su país las que, desde aquel
tiempo, le permitieron desarrollar en varios artículos anónimos y, por último,
bajo su nombre, en trabajos más amplios, sus opiniones opuestas a la teoría
dominante. Hoy es principalmente el interés de Alemania lo que ha animado a
comparecer con este escrito, aunque no puede negar que ha existido también un
personalísimo motivo: concretamente la necesidad de demostrar mediante un
escrito extenso que no es incapaz de expresar una opinión propia en materias de
Economía política.
En contraposición directa con la teoría, el autor se esforzará. en primer
término, por extraer las enseñanzas de la Historia, derivando de ellas sus
normas fundamentales; establecidas éstas, comprobará la calidad de los sistemas
procedentes, y por último, como su tendencia es absolutamente práctica, definirá
los caracteres más recientes de la política comercial.
Para mayor claridad expone el autor a continuación un resumen de los resultados
principales que ha llegado en sus trabajos y reflexiones:
La unificación de las energías individuales con
ánimo de proseguir un fin común es el medio más vigoroso para realizar la
felicidad de los individuos. Sólo y separado de su prójimo, el individuo es
débil y desamparado. Cuanto mayor es el número de aquellos con quienes está
socialmente ligado, tanto más perfecta es la unión, tanto más copioso y escogido
el producto, el bienestar espiritual y corporal de los individuos.
La agrupación más excelsa hasta ahora realizada de los individuos bajo la norma
jurídica es la del Estado y la nación; la agrupación más elevada que quepa
imaginar es la de la humanidad entera. Así como el individuo puede alcanzar sus
fines individuales, en un nivel más alto, dentro del Estado y de la nación, que
si está solo, así también todas las naciones realizarían en mayor escala sus
fines si estuvieran ligadas por la norma jurídica, la paz eterna y el tráfico
libre.
La Naturaleza misma empuja paulatinamente las naciones a realizar esta máxima
agrupación: en virtud de la diversidad del clima, del territorio y de los
productos, las induce al cambio, y por la superpoblación y la abundancia de
capitales y talentos, la emigración y a la colonización. El comercio
internacional es una de más poderosas palancas de la civilización y del
bienestar nacional, ya que haciendo surgir nuevas necesidades estimula a la
actividad y tensión de energías, trasladando de una nación a otras nuevas ideas,
inventos y aptitudes.
En la actualidad, sin embargo, la unión que entre las naciones puede resultar a
base del comercio internacional es muy imperfecta, ya que se interrumpe o
debilita por la guerra o por otras medidas egoístas de determinadas naciones.
A consecuencia de la guerra la nación puede perder su independencia, su
propiedad, su libertad, su autonomía, su constitución y sus leyes, su
idiosincrasia nacional, y en resumen, el grado ya alcanzado de cultura y
bienestar, y puede ser también sojuzgada. Mediante las medidas egoístas de
pueblos extraños, la nación puede ver perturbada su integridad económica, o
retardado su progreso.
Uno de los principales objetos a que debe aspirar la nación es, y tiene que ser,
el mantenimiento, desarrollo y perfección de la nacionalidad. No se trata de una
aspiración falsa o egoísta, sino de algo racional que está en perfecto acuerdo
con los verdaderos intereses de la humanidad entera; en efecto, tal idea conduce
naturalmente a la definitiva unión entre las naciones, bajo la norma jurídica, a
la unión universal, que sólo se compagina con el bienestar del género humano
cuando muchas naciones alcanzan una etapa homogénea de cultura y poder; es
decir, cuando la unión universal se realice por vía de confederación.
En cambio, una unión universal basada en el predominio político, en la riqueza
predominante de una sola nación, es decir, en la sumisión y dependencia de otras
nacionalidades, traería como consecuencia la ruina de todas las características
nacionales y la noble concurrencia entre los pueblos; contradiría los intereses
y lo sentimientos de todas las naciones que se sienten llamadas a realizar su
independencia y a lograr un alto grado de riqueza y de prestigio político; no
sería otra cosa sino una repetición de algo que ya ocurrió una vez, en la época
de los romanos; de un intento que hoy contaría con el apoyo de las manufacturas
y del comercio, en lugar de utilizar como entonces el frío acero, no obstante lo
cual, el resultado sería el mismo: la barbarie.
La civilización, la formación política y el poderío de las naciones hállanse
principalmente condicionadas por su situación económica, y a la inversa. Cuanto
más desarrollada y perfecta es una economía, tanto más civilizada y robusta es
la nación; cuanto más crece su civilización y poderío, tanto más elevado puede
ser el nivel de su cultura económica.
El desarrollo económico nacional puede señalarse las siguientes etapas
principales de la evolución: estado salvaje, estado pastoril, estado
agrícola-manufacturero, estado agrícola-manufacturero-comercial.
Es evidente que cuando una nación cuenta con variadas riquezas naturales y,
disponiendo de una gran población, reúne la agricultura, las manufacturas, la
navegación, el comercio interior y exterior, dicha nación se halla políticamente
más formada y poderosa que un simple país agrícola.
Ahora bien, las manufacturas son la base del comercio interior y exterior de la
navegación y de la agricultura perfeccionada, y, en consecuencia, de la
civilización y del dominio político; una nación que lograra monopolizar el total
de la energía manufacturera del globo terráqueo y oprimir de tal modo a las
demás naciones en su desarrollo económico que en ellas sólo pudieran producirse
artículos agrícolas y materias primas, e instaurarse las industrias locales más
indispensable, necesariamente lograría el dominio universal.

Cualquier nación que conceda algún valor a la autonomía y a la supervivencia,
debe esforzarse por superar cuanto antes pueda el estado cultural inferior,
escalando otra más elevado, asociando tan pronto como le sea posible la
agricultura, las manufacturas, la navegación y el comercio, dentro de su
territorio.
La transición de las naciones desde el estado salvaje al pastoril, y de éste al
agrícola, y los primeros progresos en la agricultura se logran del mejor modo
mediante el libre comercio con naciones civilizadas, es decir, con naciones
manufactureras y mercantiles.
La transición de los pueblos agrícolas a la etapa de las naciones agrícolas,
manufactureras y comerciales, sólo podría tener lugar en régimen de tráfico
libre en el caso de que todas las naciones llamadas a desplegar una actividad
manufacturera registraran al mismo tiempo el mismo proceso de formación; si las
naciones no se pusieran unas a otras obstáculos en su desarrollo económico; si
la guerra y los sistemas aduaneros no perturbaran su progreso.
Pero como las distintas naciones, favorecidas por circunstancias especiales,
logran ventajas en sus manufacturas, en el comercio y en la navegación con
respecto a otras; como dichas naciones advirtieron desde muy pronto esta
excelencia era el medio más eficaz para conseguir y asegurar su predominio
político sobre otras naciones, se han puesto en juego instituciones que fueron y
son adecuadas para lograr un monopolio manufacturero y mercantil, deteniendo en
su progreso a otras naciones menos adelantadas. El conjunto de estas
instituciones (prohibiciones de importación, aranceles de importación,
limitaciones a la navegación, primas a la exportación, etc.), es lo que se
denomina sistema aduanero.
Obligadas por los progresos anteriores de otras naciones, por los sistemas
aduaneros de otros pueblos y por la guerra, algunas naciones menos adelantadas
se han visto obligadas a buscar los medios para llevar a cabo la transición, del
estado agrícola al manufacturero, limitando mediante un sistema aduanero propio
el comercio con otras naciones más adelantada y animadas por un afán de
monopolio manufacturero que aquéllas consideran perjudiciales.
El sistema aduanero no es, como se pretende, un arbitrio mental, sino una
natural consecuencia de la aspiración de las naciones a encontrar garantías de
permanencia y prosperidad, o a lograr un dominio eminente.
Este empeño es, sin embargo, algo legítimo y racional si la nación que a él
recurre se ve estimulada y no obstaculizada en su desarrollo económico, y si tal
tendencia no es hostil a la finalidad más alta de la humanidad, la
confederación, universal del futuro.
Del mismo modo de la sociedad humana puede considerarse desde un doble punto de
vista, a saber: desde el cosmopolita, que abarca la humanidad entera, y desde el
político, que tiene en cuenta los intereses especiales y la situación de la
nación, así también la economía, tanto la de los particulares como la de la
sociedad, puede considerarse desde dos distintos puntos de vista; teniendo en
cuenta las energías personales, sociales y materiales, que dan lugar a la
creación de riquezas, o considerando el valor en cambio de los bienes
materiales.

Existe, pues, una Economía cosmopolita y otra política, una teoría de los
valores en cambio y una teoría de las fuerzas productivas, doctrinas que, siendo
esencialmente distintas una de otra, deben ser desarrolladas con autonomía.
Las fuerzas productivas de los pueblos no sólo están condicionadas por la
laboriosidad, el afán de ahorro, la moralidad, y la inteligencia de los
individuos, o por la posesión de recursos naturales o capitales concretos, sino
también por las instituciones y leyes sociales, políticas y civiles, y
especialmente por las garantías de permanencia, autonomía y poder de su
nacionalidad. Aunque los individuos sean laboriosos, económicos, aptos para el
invento y la empresa, morales e inteligentes, cuando no existan la unidad
nacional y la división nacional del trabajo y la cooperación nacional de las
energías productivas, la nación nunca alcanzará un alto grado de bienestar y
potencia, o bien no podrá asegurar la posesión duradera de sus bienes
espirituales, sociales y materiales.
El principio de la división del trabajo ha sido hasta ahora concebido de modo
incompleto. La productividad no radica solamente en la división de diversas
operaciones económicas entre varios individuos, sino más bien en la agrupación
intelectual y corporal de ellas para el logro de una finalidad común.
Este principio no es sólo aplicable a la fábrica aislada o a la agricultura,
sino también a las energías agrícolas, manufactureras y comerciales de una
nación.
Existe división del trabajo y cooperación de las energías productivas conforme a
un módulo nacional cuando la producción intelectual se halla en la nación en una
proporción adecuada con respecto a la producción material, cuando la
agricultura, la industria y el comercio nacionales se hallan regular y
armónicamente desarrollados.
En el caso de una nación puramente agrícola, aunque trafique libremente con
naciones manufactureras y comerciales, una gran parte de las fuerzas productivas
y de las fuentes auxiliares de carácter natural tienen que permanecer ociosas y
sin utilización. Su desarrollo intelectual y político, sus fuerzas defensivas,
son limitadas. No puede poseer una flota importante ni un comercio ampliamente
desarrollado. Todo ese bienestar que deriva del comercio internacional, puede
ser interrumpido, perturbado y destruido por completo, a consecuencia de las
normas extranjeras y de las guerras.
La energía manufacturera, en cambio, fomenta la ciencia, el arte y el
perfeccionamiento político, aumenta el bienestar nacional, la población, los
ingresos públicos y la potencialidad de la nación; le procura los medios para
organizar conexiones mercantiles con todas las partes de la tierra, y para
fundar colonias; estimula las pesquerías, así como la flota y la marina de
guerra. Solamente ella puede elevar la agricultura nacional hasta un alto grado
de desarrollo.
La energía agrícola y la manufacturera, reunidas en una misma nación, bajo el
mismo poder político, viven en eterna paz, no pueden ser perturbadas por las
guerras y las leyes extranjeras en materia mercantil, y así garantizan, como
consecuencia, a la nación, el progreso incesante en su bienestar, civilización y
poderío.
La energía agrícola y la manufacturera están condicionadas por la naturaleza,
pero esa condicionalidad es muy distinta.
Los países de la zona templada están singularmente dotados para el desarrollo de
la energía manufacturera, por razón de sus recursos naturales; en efecto, el
clima templado es la zona de máxima tensión corporal e intelectual.
Los países de las zonas cálidas están, en cambio, muy poco favorecidos en orden
a las manufacturas, pero poseen a su vez un monopolio natural respecto a ciertos
productos agrícolas valiosos y estimados en los países de la zona templada y los
productos de la zona cálida (artículos coloniales) deriva principalmente la
división cosmopolita del trabajo y la cooperación de energías, es decir, el gran
comercio internacional.
Sería un comienzo perjudicial para un país de la zona cálida el intento de crear
manufacturas propias. No habiendo sido llamado a ello por la Naturaleza, hará
mayores progresos en su riqueza material y en su cultura si se limita a cambiar
los productos industriales de la zona templada por los productos agrícolas de
sus propias comarcas.
Ciertamente, los países de la zona cálida quedan por tal causa en situación de
dependencia con respecto a los de la zona templada. Ahora bien, esta dependencia
resulta inocua o más bien eliminada cuando en la zona templada existen varias
naciones con un desarrollo semejante de sus manufacturas, comercio, navegación y
potencialidad política, y cuando, además, tanto el interés como la potencialidad
de las naciones manufactureras exigen que ninguna de ellas abuse de su dominio
frente a las naciones más débiles de la zona cálida. Este predominio sólo
resultaría peligroso o nocivo si toda la energía manufacturera, todo el gran
comercio, la flota mercante y el poderío naval, estuvieran monopolizados por una
sola nación.
En cambio, aquellas naciones que poseen, en la zona templada, un territorio
extenso, abundantemente provisto con recursos naturales, dejarían inaprovechada
una de las más ricas fuentes de bienestar, civilización y poderío, si no
procurasen realizar la división del trabajo y la confederación de las energías
productivas conforme a un módulo nacional, ya que poseen los medios, económicos
y sociales esenciales para ello.
Entre los recursos económicos comprendemos una agricultura convenientemente
adelantada, que no puede recibir ya estímulo alguno mediante la exportación de
productos. Entre los recursos intelectuales comprendemos una avanzada cultura de
los individuos. Entre los recursos sociales agrupamos las instituciones y las
leyes, que procuran al ciudadano la garantía de su persona y de su propiedad, y
el libre uso de sus energías físicas e intelectuales, así como la ausencia de
instituciones que perturban la industria, la libertad, la inteligencia y la
moralidad; por ejemplo, el feudalismo, etc.
Una nación de tal naturaleza necesita hallarse en primer término abastecida en
su mercado propio con productos de su propia industria; luego, que se encuentre
en una relación inmediata, y cada vez más estrecha, con los países de la zona
tórrida, enviándoles en naves propias sus artículos industriales, y recibiendo
de ellos, en cambio, los productos de su zona.
En comparación con este tráfico entre los países manufactureros de la zona
templada y los agrícolas de la zona cálida, posee una significación subalterna
el comercio internacional restante con excepción de pocos artículos; por
ejemplo, los vinos.
La producción de materias primas y artículos alimenticios es muy importante en
las grandes naciones de la zona templada sólo en orden al comercio interior. Una
nación rudimentaria o pobre, en el principio de la civilización, puede elevar
considerablemente su agricultura mediante la exportación de cereales, vino,
cáñamo, lino, lana, etc., pero con ello no habrá conseguido elevarse a la
categoría de una gran nación en riqueza, civilización y poderío.
Cabe formular la regla de que una nación es tanto más rica y poderosa cuanto
mayor es su exportación de productos manufactureros, cuanto más materias primas
importa y cuanto más productos consume de la zona cálida.
Los productos de la zona cálida sirven a los países industriales de la zona
templada no sólo como artículos alimenticios y materias primas para la
producción, sino principalmente como estímulo para la producción agrícola e
industrial. Una nación que consuma mayores cantidades de productos de la zona
cálida, producirá y consumirá también, relativamente, mayores cantidades de
productos de la propia industria y de la agricultura.
En la evolución económica de las naciones debida al comercio internacional,
pueden señalarse cuatro períodos distintos: en el primero, la agricultura
nacional se eleva mediante la importación de artículos industriales extranjeros
y la exportación de productos agrícolas del país; en el segundo, las
manufacturas nacionales se desarrollan conjuntamente con la importación de
artículos industriales del exterior; en el tercero, las manufacturas nacionales
abastecen en su mayor parte el mercado propio; en el cuarto, se exportan grandes
cantidades de artículos industriales de la propia nación, importándose, en
cambio materias primas y productos agrícolas de otros países.
El sistema aduanero, como medio de fomentar la evolución económica nacional,
gracias a la regulación del comercio exterior, debe siempre tomar como guía el
principio de la educación industrial de la nación.
Querer exaltar la agricultura nacional mediante aranceles protectores,
constituye una política inicial equivocada, porque la agricultura nacional sólo
puede ser exaltada mediante las industrias del país, y porque excluyéndose las
materias primas y los productos agrícolas exteriores, se mantienen a un bajo
nivel las manufacturas propias del país.
La educación económica-nacional de las naciones que se hallan en un bajo nivel
de inteligencia y cultura, o que son demográficamente pobres en relación con la
extensión y productividad de su territorio, se fomenta de un modo más adecuado
mediante el libre comercio con naciones muy cultas, ricas y laboriosas. Toda
limitación del comercio de semejantes naciones con el propósito de implantar en
ellas una energía industrial, resulta prematura y produce perniciosos efectos,
no sólo sobre el bienestar de la humanidad entera, sino también sobre el
progreso de la nación misma. Semejantes medidas protectoras sólo pueden
justificarse cuando a consecuencia del comercio libre la educación intelectual,
política y económica de la nación ha prosperado tanto, que su ulterior progreso
resulta detenido y obstaculizado por la importación de productos industriales
exteriores y por falta de una adecuada venta para sus propios productos.
Cuando una nación no posee territorios de extensión considerable, ni dispone de
recursos naturales, variados, ni está en posesión de las desembocaduras de sus
ríos, o es desfavorable la configuración de sus fronteras, el sistema
proteccionista no puede aplicarse en absoluto o, por lo menos, no puede serlo
con pleno éxito. Semejante nación debe intentar, en primer término, superar esos
defectos mediante conquistas o pactos con otras naciones.
La energía industrial comprende tantas ramas de la ciencia y del saber,
presupone tantas experiencias, prácticas y costumbres, que la formación
industrial de la nación sólo puede operarse paulatinamente a base de ellas. Toda
protección exagerada o prematura se condena a sí misma, puesto que determina la
disminución del bienestar propio de la nación.
Lo más pernicioso y reprobable es el aislamiento repentino y absoluto de la
nación, mediante prohibiciones. Estas son justificadas cuando, separada la
nación de otra a causa de una prolongada guerra, se halla en un estado de
prohibición involuntaria de los productos manufactureros de otras naciones, y en
la absoluta necesidad de bastarse a sí misma.
En este caso, debe llevarse a cabo una paulatina transición del sistema
prohibitivo al sistema proteccionista, aplicando aranceles largamente meditados
y paulatinamente decrecientes. En cambio, una nación que quiere pasar del estado
de no protección al de protección, debe partir de aranceles bajo, aumentándolos
poco a poco, según una escala gradual.
Los aranceles de este modo establecidos tienen que ser observados de modo
inquebrantable por los poderes públicos. Nunca deberán ser rebajados
prematuramente; acaso se procederá a elevarlos cuando resulten insuficientes.
Cuando los aranceles a la importación, con los cuales trata de eliminarse la
competencia extranjera, son demasiado altos, perjudican a la nación que los
establece, ya que desaparece el afán de competencia de los industriales
nacionales con los del exterior, y se fomenta la indolencia.
Cuando las industrias nacionales no prosperan, aun existiendo aranceles
razonables y paulatinamente crecientes, ello es una prueba de que la nación no
posee todavía los recursos necesarios para afianzar sus propias energías
industriales.
Una vez establecido para determinar ramo industrial un arancel protector, nunca
debe reducirse en tal forma que esta industria quede en peligro de muerte a
causa de la competencia extranjera. La norma inquebrantable debe ser la
conservación de lo existente, la protección de las raíces y del tronco de la
industria nacional.
Por consiguiente, la competencia extranjera sólo puede ser admitida a participar
en el incremento anual del consumo. Los aranceles habrán de elevarse en cuanto
la competencia extranjera obtenga la mayor parte o la totalidad de ese
incremento anual.
Una nación como la inglesa, cuya energía industrial ha logrado un amplio avance
respecto a todas las demás naciones, mantiene y amplía sagazmente su supremacía
industrial y mercantil, mediante un tráfico comercial lo más libre posible. En
tal caso, el principio cosmopolita y el político son una misma cosa.
Ello explica la preferencia de ciertos economistas ingleses muy esclarecidos por
la absoluta libertad mercantil, y la aversión que sienten perspicaces
economistas de otros países a aplicar ese principio en sus países respectivos,
dadas las circunstancias que en ellos prevalecen.
Desde hace un cuarto de siglo el sistema prohibitivo y proteccionista inglés
actúa contra Inglaterra y en beneficio de las naciones que con ella compiten.
Producen contra Inglaterra el efecto más perjudicial sus propias limitaciones a
la importación de materias primas y artículos alimenticios del exterior.
Las uniones mercantiles y los tratados de comercio constituyen el medio más
eficaz para facilitar el tráfico entre distintas naciones.
Los tratados de comercio sólo son legítimos y útiles cuando procuran recíprocas
ventajas. Son tratados mercantiles ilegítimos y nocivos aquellos en que la
energía industrial incipientemente desarrollada de una nación se sacrifica a
otra, para lograr concesiones relativas a la exportación de productos agrícolas;
por ejemplo, los tratados al estilo del de Methuen, verdaderos tratados
leoninos.
Uno de éstos fue el que se estipuló entre Alemania y Francia en el año de 1766.
Todos los ofrecimientos que desde entonces se han hecho por Inglaterra y Francia
y a otras naciones son de la misma naturaleza.
Aunque el arancel protector encarece por algún tiempo los artículos industriales
del país, garantiza en el futuro precios más baratos, a causa de la competencia
extranjera; en efecto, una industria que haya llegado a alcanzar su total
desarrollo, puede abaratar tanto más lo precios de sus artículos cuanto que la
exportación de materias primas y artículos alimenticios y la importación de
artículos fabricados tienen que reportar costo de transporte y beneficios
mercantiles.
La pérdida que para la nación resulta como consecuencia del arancel protector,
consiste sólo en valores; en cambio, gana energías, mediante las cuales queda
situada para siempre en disposición de producir incalculables sumas de valores.
El gasto de valores debe considerarse solamente como el precio de la educación
industrial de la nación.
La protección arancelaria sobre los artículos industriales no graba a los
agricultores de la nación protegida. La exaltación de la energía industrial en
el país incrementa la riqueza, la población y, como consecuencia, la demanda de
productos agrícolas, así como la renta y el valor en cambio de la propiedad
rústica, mientras que con el tiempo disminuyen de precio los artículos
industriales requeridos por los agricultores. Estos beneficios superan diez
veces las pérdidas que sufren los agricultores a consecuencia de una transitoria
elevación de los artículos industriales.
También se beneficia el comercio exterior y el interior a consecuencia del
sistema protector, ya que sólo adquiere importancia el comercio interior y
exterior en las naciones que abastecen por sí mismas su mercado interior con
productos industriales; que consumen sus propios productos agrícolas, y cambian
materias primas y artículos alimenticios del exterior por sus excedentes de
artículos industriales. En las naciones meramente agrícolas de la zona templada
son insignificantes ambas manifestaciones mercantiles, y el comercio exterior de
tales naciones se encuentra, por regla general, en manos de las naciones
industriales y mercantiles que trafican con ellas.
Un adecuado sistema protector no otorga a los industriales del país monopolio
alguno, sino sólo una garantía contra la pérdida de aquellos individuos que
dedican sus capitales, talentos y energías a industrias aún desconocidas.
No otorga ningún monopolio porque aparece la competencia nacional en lugar de la
extranjera, y porque cualquier miembro de la nación tiene derecho a participar
en las primas ofrecidas por la nación a los individuos.
Sólo otorga un monopolio a los ciudadanos de la propia nación contra los
súbditos de naciones extranjeras, que a su vez poseen para sí un monopolio
análogo.
Ahora bien, este monopolio es provechoso, no sólo porque despierta las energías
productivas aletargadas e inactivas, sino también porque atrae al país energías
productivas exóticas (capitales materiales e intelectuales, empresarios,
técnicos y obreros).
Frente a esto, en cualquier nación de vieja cultura cuyas fuerzas no pueden ser
estimuladas de modo notorio por la exportación de materias primas y artículos
agrícolas y por la importación de manufacturas extranjeras, el estancamiento de
la energía industrial trae consigo grandes y variados perjuicios.
La agricultura de cualquier país semejante necesariamente tiene que
anquilosarse, porque el crecimiento de población que halla medios de
subsistencia cuando florece una gran industria propia, y origina una enorme
demanda de productos agrícolas, hace más rentable, en conjunto, la agricultura,
pero en masa de población se arroja sobre las tierras disponibles y provoca una
fragmentación y parcelación de los fundos agrícolas, que resulta sumamente
perniciosa para la potencialidad, la civilización y la riqueza nacional.
Un pueblo agrícola, que en su mayoría consiste en un conjunto de pequeños
agricultores, no pude arrojar grandes cantidades de productos en el torrente del
comercio interior, ni suscitar una importante demanda de productos industriales.
En un país así cada individuo se halla sustancialmente limitado a su producción
y a su consumo propios. En tales circunstancias nunca puede formarse en la
nación un sistema perfecto de transportes, ni beneficiarse con las incomparables
ventajas inherentes a la posesión del mismo.
La consecuencia necesaria de ello es la debilidad de la nación, lo mismo en el
orden intelectual que en el material, en el individual como en el político.
Estos efectos resultan tanto más peligrosas cuando las nacionalidades vecinas
emprenden el camino inverso, y avanza en todos los aspectos, mientras nosotros
retrocedemos; cuando en ellas la esperanza de un porvenir mejor eleva el ánimo,
la energía y el espíritu emprendedor de los ciudadanos, mientras que entre
nosotros todo estímulo queda asfixiado por la perspectiva de un porvenir nada
prometedor.
La historia ofrece ejemplos de naciones que han sucumbido porque no supieron
resolver a tiempo la gran misión de asegurar su independencia intelectual,
económica y política, estableciendo manufacturas propias y un vigorosa estamento
industrial mercantil.